viernes, marzo 13, 2009

SOCIEDAD Y PERIODISMO:
LA CIVILIZACIÓN DEL ESPECTÁCULO
Y LA SUICIDA IDEA DE QUE EL ÚNICO FIN DE LA VIDA ES PASARLO BIEN

Me parece que esta es la mejor manera de definir la civilización de nuestro tiempo, la de un mundo en el que el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Este ideal de vida es perfectamente legítimo, sin duda. Sólo un puritano fanático podría reprochar a los miembros de una sociedad que quieran dar esparcimiento, humor y diversión a unas vidas encuadradas por lo general en rutinas deprimentes y a veces embrutecedoras. Pero convertir esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias a veces inesperadas. Entre ellas la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad, y, en el campo específico de la información, la proliferación del periodismo irresponsable, el que se alimenta de la chismografía y el escándalo.
¿Qué ha hecho que Occidente haya ido deslizándose hacia la "civilización del espectáculo"? El bienestar que siguió a los años de privaciones de la Segunda Guerra Mundial y la escazes de los primeros anos de la posguerra. Luego de esa etapa durísima, siguió un periodo de extraordinario desarrollo económico. En todas las sociedades democráticas y liberales de Europa y América de Norte las clases medias crecieron como espuma, se intensificó la movilidad social y se produjo, al mismo tiempo, una notable apertura de los parámetros morales. El bienestar, la libertad de costumbres y el espacio creciente ocupado por el ocio en el mundo desarrollado constituyó un estímulo notable para que proliferaran como nunca antes las industrias del entretenimiento, promovidas por la publicidad, madre y maestra mágica de nuestro tiempo. De este modo, sistemático y a la vez insensible, divertirse, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y angustia, pasó a ser, para sectores sociales cada vez más amplios, de la cúspide a la base de la pirámide social, un mandato generacional, eso que Ortega y Gasset llamaba "el espíritu de nuestro tiempo", el dios sabroso, regalón y frívolo al que todos, sabiéndolo o no, rendimos pleitesía desde hace por lo menos medio siglo, y cada día más.
Otro factor, no menos importante, para la forja de la "civilización del espectáculo" ha sido la democratización de la cultura. Se trata de un fenómeno altamente positivo, sin duda, que nació de una voluntad altruista: que la cultura no podía seguir siendo el patrimonio de una élite, que una sociedad liberal y democrática tenía la obligación moral de poner la cultura al alcance de todos. Esta loable filosofía ha tenido en muchos casos el indeseado efecto de la trivialización y adocenamiento de la vida cultural, donde cierto facilismo formal y la superficialidad de los contenidos de los productos culturales se justifican en razón del propósito cívico de llegar al mayor número de usuarios. La cantidad a expensas de la calidad, es cuando la idea de la cultura torna a ser una manera divertida de pasar el tiempo. Desde luego que la cultura puede ser también eso, pero si termina por ser sólo eso se desnaturaliza y se deprecia: todo lo que forma parte de ella se iguala y uniformiza.
No es por eso extraño que la literatura más representativa de nuestra época sea la literatura light, es decir, ligera, fácil, una literatura que sin rubor se propone ante todo divertir. Atención, no condeno ni mucho menos a los autores de esa literatura entretenida pues hay, entre ellos, pese a levedad de sus textos, verdaderos talentos, como Haruki Murakami. Esto no es solamente en razón de los escritores; lo es, también, porque la cultura en que vivimos nos propicia, más bien desanima, esos esfuerzos denodados que culminan en obras que exigen del lector una concentración intelectual. Los lectores de hoy quieren libros fácilmente asimilables, que los entregan, y esa demanda ejerce una presión que se vuelve un poderoso incentivo para los creadores.
Tampoco es casual que la crítica haya poco menos que desaparecido en nuestros medios de información. Es verdad que los diarios y revistas más serios publican todavía reseñas de libros, exposiciones y conciertos, pero ¿alguien lee a esos paladines solitarios que tratan de poner cierto orden en ese caos en que se ha convertido la oferta cultural de nuestros días?, salvo cuando se convierte también ella en diversión y en espectáculo. La literatura
light, como el cine light y el arte light, da la impresión cómoda al lector, y al espectador, de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia, con el mínimo esfuerzo intelectual. De este modo, esa cultura que se pretende avanzada y rupturista, en verdad propaga el conformismo a través de sus peores manifestaciones : la complacencia y la autosatisfacción. No digo que esté mal que sea así. Digo simplemente que es así.
El vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que, insensiblemente, lo haya llenado la publicidad, convirtiéndose esta en nuestros días no sólo en parte constitutiva de la vida cultural sino en su vector determinante. La publicidad ejerce una influencia decisiva en los gustos y las costumbres. Es así como a partir del momento en que la obra literaria y artística pasó a ser considerada un producto comercial es que juega su supervivencia o su extinción nada más y nada menos que en los vaivenes del mercado.
En la "civilización del espectáculo" es normal y casi obligatorio que la cocina y la moda ocupen buena parte de las secciones dedicadas a la cultura y que los "chefs" y los "modistas" tengan en nuestros días el protagonismo que antes tenían los científicos, los compositores y los filósofos. El vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que, insensiblemente, lo haya llenado la publicidad, convirtiéndo esta en nuestros días no sólo en parte constitutiva de la vida cultural sino en su vector determinante.
La masificación es otro dato, junto con la frivolidad, de la cultura de nuestros tiempos. Así como los deportes han alcanzado una importancia que en el pasado sólo tuvieron en la antigua Grecia, donde el cultivo del cuerpo era simultáneo y complementario al cultivo del espíritu, pues se creía que ambos se enriquecían mutuamente. La diferencia con nuestra época es que ahora, por lo general, la práctica de los deportes se hace a expensas y en lugar del trabajo intelectual. Un partido de futbol puede ser desde luego para los aficionados un espectáculo estupendo, de destreza y armonía que entusiasma y subyuga al espectador. Pero, en nuestros días, como los circos romanos, de pretexto y desahogo de lo irracional, de regresión del individuo a la condición de parte de la tribu, amparado en el anonimato impersonal de la tribuna, da rienda suelta a sus instintos agresivos de rechazo del otro, de conquista y aniquilación simbólica (y a veces real) del adversario. Las famosas "barras bravas" y los estragos que han provocado con sus entreveros homicidas, incendios de tribunas y decenas de víctimas muestra cómo en muchos casos no es la práctica de un deporte lo que imanta a tantos hinchas, sino un espectáculo que desencadena en el individuo instintos y pulsiones irracionales.
Paradójicamente, el fenómeno de la masificación es paralelo al de la extensión del consumo de drogas a todos los niveles de la pirámide social. Desde luego que el uso de estupefacientes tiene una antigua tradición en Occidente, pero hasta hace relativamente poco tiempo era práctica casi exclusiva de las élites y de sectores reducidos y marginales, como los círculos bohemios, literarios y artísticos, en los que , en el siglo XIX, las flores artificiales tuvieron cultores tan respetables como Charles Baudelaire y Thomas de Quincey. En la actualidad, la generalización del uso de las drogas , no responde a la exploración de nuevas sensaciones o visiones emprendidas con propósitos artísticos o científicos. Ni es una manifestación de rebeldía c
ontra las normas etablecidas por seres inconformes, empeñados en adoptar formas alternativas de existencia. En nuestros días el consumo masivo de mariguana, cocaína, éxtasis, crack, heroína, etcétera, responde a un entorno cultural que empuja a hombres y mujeres a la busca de placeres fáciles y rápidos, que los inmunicen contra la preocupación y la responsabilidad, al encuentro consigo mismo a través de la reflexión y la introspección, actividades eminentemente intelectuales que repelen a la cultura frívola, porque las considera aburridas. Es para huir del vacío y de la angustia que provoca el sentirse libre y obligado a tomar d
ecisiones como qué hacer de sí mismo y del mundo que nos rodea -sobre todo si este enfrenta desafíos y dramas- lo que atiza esa necesidad de distracción que es el motor de la civilización en que vivimos. Para millones de personas las drogas sirven hoy, como las religiones y la alta cultura ayer, para aplacar las dudas y perplejidades sobre la condición humana, la vida, la muerte, el más allá, el sentido o sinsentido de la existencia. Ellas, en la exaltación y euforia o serenidad artificiales que producen, confieren la momentánea seguridad de estar a salvo, redimido y feliz. Se trata de una ficción, no benigna sino maligna en este caso, que aísla al individuo y que sólo en aparencia lo libera de problemas, responsabilidades y angustias. Porque al final todo ello volverá a hacer presa de él, exigiéndole cada vez dosis mayores de aturdimiento y sobreexcitación que en vez de llenar profundizarán su vacío espiritual.

Tampoco es casual que, así como en el pasado los políticos en campañas querían fotografiarse y aparecer del brazo de enminentes científicos y dramaturgos, hoy busquen la adhesión y el patrocinio de los cantantes de rock y de los actores de cine. Estos han reemplazado a los intelectuales como directores de conciencia política y ellos encabezan los manifiestos, los leen en las tribunas y salen a la televisión a predicar sobre lo que es bueno y es malo en el campo económico, político y social. En la “civilización del espectaculo” el cómico es el rey. Por lo demás, la presencia de actores y cantantes no sólo es importante en esa periferia de la vida política que es la opinión pública. Algunos de ellos han participado en elecciones y, como Ronald Reagan y Arnold Schwarzenegger, llegado a tener cargos tan importantes como la presidencia de Estados Unidos y la gobernación de California. Desde luego, no excluyo la posibilidad de que actores de cine y cantantes de rock o de rap puedan hacer estimables sugerencias en el campo de las ideas, pero sí rechazo que el protagonismo político de que hoy gozan tenga algo que ver con su lucidez o inteligencia. En absoluto: se debe exclusivamente a su presencia mediática y a sus aptitudes histriónicas.
Otro hecho singular de la "civilización del espectáculo" es que, el intelectual se ha esfumado de los debates públicos, por lo menos de los que importan. Es verdad que todavía alguno de ellos firman manifiestos, envían cartas a los diarios y se enzarzan en polémicas, pero nada de ello tiene seria repercusión en la marcha de la sociedad. Conscientes de la desairada situación a que han sido reducidos por la sociedad en la que viven, la mayoría de los intelectuales han optado por la discreción o la abstención en el debate público. Confinados en su disciplina o quehacer particular, dan la espalda a lo que hace medio siglo se llamaba el "compromiso" cívico o moral del escritor y el pensador con la sociedad. Es verdad que hay algunas excepciones, pero, entre ellas, las que suelen contar -porque llegan a los medios- son las encaminadas más a la autopromoción y el exhibicionismo que a la defensa de un principio o un valor. Porque en la "civilización del espectáculo" el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón. Tampoco puedo dejar de mencionar el empobrecimiento de las ideas como fuerza motora de la vida cultural. Hoy reina la primacía de las imágenes sobre las ideas. Por eso los medios audiovisuales, el cine, la televisión y ahora internet han ido dejando rezagados a los libros. Lo que antes era revolucionario se ha vuelto moda, pasatiempo, juego, un ácido sutil que desnaturaliza el quehacer artístico. Pero la "civilización del espectáculo" es aún más cruel. Los espectadores no tienen memoria; por esto tampoco tienen verdadera conciencia. Viven prendidos a la novedad, no importa cúal sea con tal de que sea nueva.
Sin que se lo haya propuesto el periodismo de nuestros días, siguiendo el mandato cultural imperante, busca entretener y divertir informando, con el resultado inevitable de fomentar, gracias a esta sutil deformación de sus objetivos tradicionales, una prensa también light, que en los casos extremos, si no tiene a la mano informaciones de esta índole sobre las que dar cuenta, ella misma la fabrica.
Por eso, no debe llamarnos la atención que los casos más notables de conquista de grandes públicos por órganos de prensa los alcancen hoy no las publicaciones serias, las que buscan el rigor, la verdad y la objetividad en la descripción de la actualidad, sino las llamadas "revistas del corazón", las únicas que desmienten con sus ediciones millonarias el axioma según el cual en nuestra época el periodismo de papel retrocede ante la competencia del audiovisual y marca pautas en la denominada "opinión pública".
Desde luego que no se puede meter en el mismo saco a todos por igual, pero la triste verdad es que es que ningún diario, revista y programa informativo de hoy puede sobrevivir -es decir, mantener un público fiel- si desobedece de manera absoluta los rasgos distintivos de la cultura predominante de la sociedad y el tiempo en el que opera. Desde luego que los grandes órganos de prensa no son meras veletas que deciden su línea editorial, su conducta moral y sus prelaciones informativas, son en función exclusiva de los sondeos de las agencias sobre los gustos del público. Pero su función es, también, orientar, asesorar, educar y dilucidar lo que es cierto o falso, justo e injusto, etcétera. Pero para que está función sea posible es preciso tener un público. Y el órgano de prensa que no comulga en el altar del espectáculo corre hoy el riesgo de perderlo y dirigirse sólo a fantasmas.
Por eso, mi conclusión es pesimista. No está en poder del periodismo por sí solo cambiar la "civilización del espectáculo", a la que ha contribuido parcialmente a forjar. Esta es una realidad enraizada en nuestro tiempo, una manera de ser, de vivir del mundo que nos ha tocado, a nosotros, los afortunados ciudadanos de estos países a los que la democracia, la libertad, las ideas, los valores, los libros, el arte y la literatura de Occidente nos han deparado el privilegio de convertir al entretenimiento pasajero en la aspiración suprema de la vida humana y el derecho de contemplar con cinismo y desdén todo lo que aburre, preocupa y nos recuerda que la vida no sólo es diversión.