jueves, enero 28, 2010

OJOS DE GATO
A veces, las historias se tuercen –es decir, comienzan- cuando al protagonista se le ocurre desviarse del camino, ya desafiando a la rutina pero aún inconsciente de que algo le aguarda.
La mujer se me había aparecido como una visitación angélica, entre la gente, a todas luces, darle cuerpo y textura al espejismo. Su voz, una profunda y cavernosa insinuación de caos. Una voz abismal, donde las haya, con el tono burlón de quien jamás confía en lo que ve. Porque no podía ser que se apareciera así, ahí, a esa hora y que me llevara como un ciego por las calles del centro de la ciudad; que al llegar a su hotel me ofreciera vino y con ello me abriera las puertas de su cuarto.
Que una cosa como éstas ocurra sin motivo es de por sí un evento extraordinario, pero que tenga que pasarte justo cuando atraviesas el infierno de la página en blanco, y de pronto compruebes que sus palabras llenan exactamente tus silencios es, más que milagroso, inconcebible.
Según algunos clásicos del budismo, la verdad podría hallarse no tanto en el objeto precioso de nuestras obsesiones, sino acaso en el dedo que las señala. No de otro modo podía explicarse mi actitud de estar ahí, preguntándome si debía hacerlo, con ese delicioso miedo, por el regreso de mi inconcebible anfitrión, o salir desbocado de ahí. Consciente de que la segunda opción significaba la probable salvación de mi pellejo, me decidí por lo realmente importante. Una forma exquisita y literariamente correcta de legitimar el asalto tenaz de un deseo contra el que no había paranoia ni precaución que valieran. Me iba a quedar ahí porque, como cualquiera en mi lugar, podía establecer una clara diferencia entre besarse y besuquearse, puesto que el primer verbo implica un acto simple, el segundo designa una suerte de reincidencia compulsiva. Todos los días nos besamos con decenas de personas pero sólo nos besuqueamos con las escogidas. O, todavía mejor, las escogibles. ¿Cómo negar que había en aquel vértigo hambriento y besuqueante el extravío fugaz de una ruleta en movimiento?
No sé las veces, ni las horas, ni los secretos que nos entregamos uno al otro, y me niego a creer que una botella de vino tinto, unos cuántos tequilazos y pipazos hayan bastado para volver difusos los límites de una realidad que hacía tantas horas andaba de vacaciones. Cuando abrí los ojos sólo para confirmar la estridente vigencia de lo imposible: ella me abrazaba con una suerte de ternura perezosa y sin pedírselo, ella también abría los ojos, nos contemplábamos unos segundos en silencio, y así pasó, dos o tres o más veces. Y muy difícilmente otros días iban a alcanzar jamás semejantes niveles de ensoñada y vibrante nitidez. Estaba en lo más alto de la ola; no podía detenerme a hacer cuentas, a riesgo de caerme antes de tiempo. Contra lo que más de un libidinoso racionalista pudo sospechar.
Había en lo nuestro un dejo de cinismo exhibicionista. Muy cachondo, por cierto. Especialmente a la hora en que ante miles de testigos apresurábamos los pasos sin soltarnos las manos para llegar a su hotel. Por no hablar del placer de que esto sucediera a las tres de la tarde, entre personas que pareciesen ver en nosotros un video porno. Imposible de saber en tan idílicas e inciertas circunstancias, a qué especies de diablos estábamos alimentando y a qué banquete nos acercábamos.
Cuando cuento esta historia, siempre llega el momento de aclarar que su final dista de ser feliz o siquiera infeliz. Puesto que, peor que todo, es un final incierto. En aquellos días imposibles, transcurridos en medio de pasiones veloces y miedos trepidantes, sólo supe que sigo aún tras sus pistas: descifrando sus códigos como un hacker poseso.
¿Cómo es que un acontecimiento supuestamente real desemboca de un modo imperceptible en la ficción? Toda ficción comienza cuando, deseosos de extender los límites de la realidad, y eventualmente digerirla mejor, nos desviamos de la carretera y así nos preguntamos ya no tanto por lo que pasa, como por todo lo que podría pasar, un cosmos infinito en el que acaso preferiríamos perdernos.
Se experimenta una cierta cosquilla malévola al motivo de mi persecución: cometer esa fechoría inenarrable.